Durante décadas me he visto obligada a tolerar su sabor seco y pastoso, su color escatológico y sus efectos intestinales
No me gustan los frijoles, y como si el destino se hubiese empeñado en irritarme, nací en un país donde uno se los encuentra en cada cosa que se lleva a la boca. Durante décadas me he visto obligada a tolerar su sabor seco y pastoso, su color escatológico y sus efectos intestinales pero, ¡Maldita sea! ¿También tenían que agregarlos a una chapata de queso de cabra? Hoy es el único día de la semana en que puedo desayunar con calma y la vida me sorprende así, poniendo a mí némesis en el platillo que cuidadosamente elegí.
Esto no habría pasado si el otro café, el de las chapatas deliciosas, estuviera abierto; desafortunadamente para mí pero no para sus empleados, descansan los domingos. Maldigo esta rutina de Godínez que me priva de los placeres sencillos de la vida. A fuerzas termino mi chapata y pido otro café. Me desagrada el servicio y el lugar, aun así prefiero quedarme aquí que regresar a casa y recordar que no he lavado ropa desde hace dos semanas. En mi día de descanso tengo que hacer las cosas aburridas que mi aún más aburrido trabajo no me da oportunidad de hacer entre semana ¿En qué momento dejé de ser dueña de mi tiempo?
Uno no nota que se está acercando a la adultez hasta que ya llegó. De repente ya nadie me pide identificación y si esto ocurre reacciono cual señora a la que se le hizo un cumplido, -Ay, gracias, mijo ¿qué te tomas?- lo que hace aún más evidente que hace mucho que dejé la inocencia de los diecisiete años (y eso en el supuesto de que alguna vez haya sido inocente). Soy adulto, nunca pensé que llegaría tan lejos en el ciclo de la vida. Tengo recursos y albedrío para hacer lo que yo quiera, lástima que trabajando diez horas diarias no me queda tiempo ni ánimo de hacer nada.
Me desespero. Aún no me traen mi café. Volteo a ver a los meseros, no tienen más de dieciséis, están hablando sobre el día en que uno de ellos tomó una siesta desde las 4pm hasta las 4:20 pm del día siguiente. Duerman, muchachos, duerman cuanto puedan porque una vez que despierten no volverán a soñar. Trato de escuchar su charla pero no los entiendo, mencionan cantantes que no conozco ¡y qué más da!, seguro pasarán de moda antes de que aprenda a pronunciar correctamente su nombre. En contraste, mi música preferida todavía sigue sonando en los bares, es ésa que ponen cuando ya van a cerrar. Aunque quisiera entrar en la onda de los chavos no lo lograría, y menos si insisto en usar expresiones como chavos y en onda.
La adultez es una constante punzada que disminuye con el café pero no se quita con nada, es ese dolorcito en la espalda baja que se siente cada que uno se agacha. El cuerpo ya no responde igual y gradualmente uno incluye en su vocabulario palabras como agruras, túnel carpiano y várices. Cada día me siento más vieja, tanto que incluso he considerado empezar a beber con moderación, no porque me haya hecho más madura, sino porque las crudas se han vuelto despiadadas desde que las responsabilidades exprimieron hasta las últimas gotas de mi energía vital; en tales condiciones de vida ¿cómo mantenerse sobrio?
Cuando el café llega ya está frío. Son el tipo de detalles que me fastidian de comer en la calle, siempre es caro, malo y de medidas higiénicas dudosas. Supongo que por eso me enfermo tan seguido. Denis Ventura, mi editor, dice que la salud frágil, la depresión y el alcoholismo son parte del perfil del escritor. “¡Para ser una escritora completa, sólo te hace falta una buena sífilis, muñeca!” repite cada vez que me quejo de mi gastritis.
Escuchar sobre ETS me recuerda que ya hace falta otro chequeo con el ginecólogo. Que a una le cobren por tenerla abierta de piernas es otra horrible ironía de la adultez. De haber sabido que así sería crecer me habría muerto antes de mi primer cólico; pero aquí sigo, igual que los platos sucios que los meseros no han venido a retirar. Quisiera enojarme con ellos, sin embargo, no puedo más que sentir pena ¡No saben lo que les espera! Yo también tuve dieciséis, también era una holgazana y mi primer trabajo también fue en un café; lo dejé a la semana porque me salió una rata de una bolsa de basura. Me asusté tanto que me dije que nunca volvería a trabajar en la industria de los alimentos, todavía no sabía que trabajar, en cualquier giro y en cualquier industria, nunca dejaría de ser aterrador.
Les pido que traigan la cuenta. Eso sí lo hacen rápido, quizá esperan la propina que no les voy a dar, parece que ya han aprendido que la única recompensa del trabajo es el dinero, y nunca es suficiente. Renunciarán pronto, lo sé, los dieciséis no se hicieron para durar mucho en un trabajo, simplemente uno va, ahorra para pagarse el viaje, la ropa o el celular deseado y luego renuncia y vuelve a ser feliz. Cuando estos niños se vayan y dejen una vacante quizá me postule. Si me contrataran aquí trabajaría medio día y ya no desperdiciaría el último aliento de mis veintes enclaustrada en una oficina. No es tan mal plan, si dejara mi empleo en la fábrica de cajas podría dedicarme a escribir, aunque con los ingresos de un escritor tendría que acostumbrarme a comer frijoles todos los días.