Iba camuflada como una de ellos: saco, falda, medias y un discreto aroma a torta.
Con Atención a Licenciada González
Estimado lector:
Por medio de la presente, aprovecho la ocasión para saludarle y a su vez me permito compartirle el informe de Miss Godínez. Agradezco de antemano el favor de su atención y le solicito de la manera más atenta que este documento no sea leído en horarios de oficina. En caso de ser así, le sugiero que lo haga con discreción y preferentemente cuando su superior se encuentre desayunando o revisando el catálogo de Avon.
Primeramente, me gustaría definir a que se refiere su servidora con la palabra “Godínez”. Godínez o Godín, es como popularmente se le conoce a la especie humana cuyo hábitat es una oficina. En la cadena alimenticia es uno de los eslabones más débiles; por una parte está subordinado a especímenes rapaces que subsisten gracias a su esfuerzo y horas extras, y al mismo tiempo está impregnado de parásitos que succionan parte de su sueldo. Cabe señalar que por lo general su ingreso es un poco más alto que el del personal que se encuentra en el nivel inferior del organigrama, pero mucho más bajo que el de las especies que se alimentan de él.
Los Godínez son reconocibles por su indumentaria y sus hábitos, visten de camisa, corbata o traje sastre de dos piezas, preferentemente en colores azul monotonía, gris aburrimiento y negro desesperanza. Su función es de tipo administrativa, es decir, almacenan, modifican o envían información que no resulta útil para nadie más, excepto para le empresa en la que laboran. Esta labor la realizan conservando la misma posición corporal por varias horas, por lo que en ocasiones podría parecer que están en estado vegetativo. Sin embargo, emiten sutiles señales de vida como bostezos, parpadeos y algunos estiramientos de piernas, con el fin de evitar el entumecimiento.
En la mayoría de los casos, godinear no es una condición innata. Ante la pregunta de la infancia, ¿qué quieres ser de grande? Casi nadie responde: “Yo quiero estar encerrado en oficina y pasar el día entero frente a un documento de excel”. Pero si desde niño se aspira a esta vida, hay que aceptar que se ha nacido con un tóper bajo el brazo. Las metas del Godín nato consisten en escalar hasta un puesto en el que le sea posible mandar a otros, aunque sin importar que tan alto suba, siempre habrá un jefe por encima de su cabeza. Ellos están tan satisfechos de pertenecer(le) a una empresa que no se quitan el gafete ni cuando llegan a su casa, porque por lo regular, cuando llegan ya es hora de regresar otra vez a la oficina.
En mi caso, el godinato fue consecuencia de las exigencias de la vida adulta. Trabajar, en el sentido convencional de la palabra, nunca fue de mis mayores habilidades. Dada mi condición tan poco propensa a la vida laboral, desde hace tiempo incursioné en formas alternativas para conseguir ingresos. Entre ellas puedo referir vender tareas a mis compañeros de universidad y realizar una tesis con el único fin de conseguir una beca. Adicionalmente, en algunas ocasiones me ofrecí a participar en experimentos médicos remunerados, actividad en la que no tuve demasiado éxito, pues algunos investigadores consideraban mi dipsomanía como un rasgo que podría sesgar los resultados. Gracias a estas labores sencillas fui capaz de solventar mis gastos por algún tiempo. Si bien mis ingresos no eran idóneos para sustentar una vida lujosa, sí eran suficientes para permitirme vivir decorosamente. Sin embargo, mi noción de decoro fue volviéndose gradualmente más austera. Conforme los ingresos disminuían, implementé algunos recortes de gastos, particularmente en los rubros de alimentación e higiene personal. Cuando la situación agravó tanto que me vi obligada a reducir el abastecimiento de whiskey, consideré tomar medidas más drásticas, la más radical: buscar empleo.
Ante la inminente necesidad de conseguir un trabajo, lo primero que hice fue redactar mi currículo, que básicamente consistió en una hoja con mi nombre y foto. Para ampliar el contenido sin mentir deliberadamente, opté por adecuar mis particulares experiencias laborales. Por ejemplo, en vez de revelar que lucraba a costa de universitarios perezosos, lo redacté del siguiente modo: Enero a la fecha: Asesora pedagógica free lance
Hice lo mismo respecto a la ocasión en que trabajé como mesera en un café.
Marzo-noviembre: Analista de operaciones en la industria gastronómica…
Y con aquella ocasión en que me presté como sujeto de pruebas para un laboratorio:
Diciembre: Colaboración ejecutiva en el proceso de desarrollo de nuevos dispositivos médicos y farmacéuticos.
Una vez que terminé esta estrategia de adecuación, inicié la etapa de búsqueda. Durante tres semanas me postulé obsesivamente para cada vacante que me parecía aceptable, enviaba un promedio de diez correos diarios y acosaba por teléfono a cada representante del honorable departamento de RRHH. Mi contacto con empresas era tan frecuente que aun antes de ser Godínez, ya estaba hablando su dialecto; progresivamente incluí en mi vocabulario frases como “Apreciable Licenciado”, “Saludos cordiales” y “A quien corresponda”.
El proceso de agodinamiento se agudizó cuando acordé mis primeras entrevistas de trabajo. A partir de ese momento, ya no sólo tenía que usar la jerga, sino también la indumentaria. Partiendo de la premisa de que para ser hay que parecer, a las entrevistas me iba camuflada como una de ellos: saco, falda, medias y un discreto aroma a torta. Durante semanas me preparé mentalmente para los posibles cuestionamientos a los que se me sometería. Así, cuando me preguntaban cuáles eran mis pasatiempos invariablemente respondía “leer”, confiando en que el entrevistador asentiría y fingiría que él también lee mucho. Si me preguntaban por mis defectos, contestaba: “Trabajar demasiado y no darme tiempo para mí.” Y cuando indagan respecto a mis motivos por los que me interesaba ese empleo, daba una respuesta con el siguiente formato:
«Siempre he querido hacer carrera como: (Inserte aquí el nombre de la vacante).”
Cada entrevista resultaba más desmoralizante que la anterior porque, más humillante que aplicar para un trabajo que nos parece espantoso, es que sea éste el que te rechace y no al revés. No obstante, tras innumerables “Nosotros te llamamos”, finalmente me ofrecieron un empleo, noticia que no me alegro del todo, puesto que una parte de mí seguía resistiéndose a entrar en un mundo donde la máxima emoción del día es la hora de la comida. Sin embargo, conseguirlo había sido tan cansado y frustrante que era preferible aceptarlo que pasar otra vez por ese amargo proceso.
El empleo que me ofrecieron era en las oficinas de una fábrica de cajas de cartón, Cajas de México, S.A de C.V. En el departamento de Archivo, papeleo y otras cosas sin sentido, con el puesto de ejecutiva de actividades que también podría realizar una gallina amaestrada. En mi primer día de trabajo, me presenté en la oficina quince minutos antes de la hora de entrada, insólito acto puntualidad que fue consecuencia de la ansiedad de enfrentarme con un reloj checador. Al llegar, me asignaron un cubículo con características similares al ambiente de la empresa: cuadrado, deprimente y gris. A partir de entonces mi vida ha transcurrido sin novedad y mi único reto ha sido no morirme de tedio.
La oficina transpira languidez. Aunque el personal se percibe estresado por los “bomberazos” de su trabajo, en cierta medida, también encuentra placentero enfocar su mente en estas nimiedades que le evitan pensar en asuntos verdaderamente importantes. Parte del ritual del estrés, es sólo para convencer al jefe, a los compañeros y a uno mismo que las actividades a las que se dedica la mayor parte del día tienen alguna relevancia. Gracias a Cajas de México, mi visión de la realidad adquirió las dimensiones perfectas de un cubículo y se ha convertido en algo que se puede simplificar en un informe mensual. En momentos de sosiego como éste, lo único que ocupa mi mente es la cuenta de los días que faltan para la siguiente quincena.
Quedo de usted,
MissAntropía Godínez
Archivo, papeleo y otras cosas sin sentido
Cajas de México S.A. de C.V.