Nunca sabremos con precisión cuánto le duele algo a alguien porque cada piel es distinta y cada punzada lleva su propio camino. Los dolores son únicos pero hay unos que duelen más que otros. A los más grandes es inútil compararlos, se anuncian, se quedan, se callan y se van; luego vendrán los siguientes a posarse sobre la costrita que dejaron los primeros, y entonces uno ya no tiene la sensibilidad para distinguir cuál le ha dolido más.
El dolor que más se recuerda es el que tiene nombre y forma, es un tatuaje o la cicatriz de una caída, la costra de una pelea o las marcas de herpes zoster que dejó un episodio de estrés. Su rastro es evidencia de que algo nos atravesó la piel pero nos dejó vivos para contarlo…
Los más angustiantes son los que aparecen de repente porque uno no sabe de dónde vienen ni cuánto tiempo se quedarán. Brotan para anunciarnos que algo está fuera de lugar y no se irán hasta que se les haga caso, entre más se les ignore, más fuerte van a gritar.
El más difícil de sanar es el que en vez de rastros deja vacíos, como si su presencia viniera a ocupar el lugar de lo que se fue. Duele lo que no está.
Pero el que más duele es al que le ponemos atención, el que buscamos cuando ya no lo sentimos, al que le pedimos que no se vaya porque si se lo hace sólo quedará su ausencia o, peor aún, la persona que solíamos ser antes de que llegara.
Al dolor no hay que resistírsele sino dejarlo pasar, que se ponga cómodo y nos platique cómo llegó. Si uno le pone palabras, duele poquito menos.