Bitácora de un corazón arado

La primera vez que me rompieron el corazón estaba convencida de que nunca se iría la tristeza. Eran vacaciones de verano, no salí de mi cuarto durante semanas. Me fui de viaje y me dio diarrea en la carretera. Berreé hasta bajar de peso y cada intento por sentirme mejor se consumía en la imposibilidad de volver a estar juntos. 

Un día incluso lloré al ver un semáforo en rojo porque mi ex traía puesta una playera de ese color cuando terminamos. Tenía diecisiete años. Como todo lo que pensaba en esa época, me equivocaba: lo superé en menos de lo que llegó la siguiente estación y volví a mi estado de ánimo normal, apocado pero sin llorar en los cruces peatonales.

La primera vez que rompí un corazón fue a los veintiuno; si no lo hacía en ese momento, sería treinta años después, casados, panzones, con dos hijos y demasiado desesperanzados como para admitir que estábamos equivocados desde hacía tres décadas. Nos amábamos, a secas, porque como solía decir ese ex: “No puedes amar mucho o poco porque el amor es inconmensurable”. 

Nos reíamos, nos cuidábamos, nos tratábamos bonito y nos llevábamos tan bien, que un día imaginé que se moría porque parecía más lógica su muerte que romper a voluntad algo tan funcional. El único motivo para terminar fue que no logré callar la intuición de que el cariño cómodo y sincero no era suficiente a los veintiún años.

La primera vez que sentí un hueco donde tuve un corazón fue a los veinticinco. Terminamos después de hacernos mucho daño, tanto, que ya solo quedaba entre nosotros la impotencia de no habernos separado antes. El drama de otros tiempos nos dejó sin energías para ese último trámite: media hora de plática, dos para empacar mis cosas y el resto de la vida para olvidar que nos conocimos. 

A partir de ese momento, mi corazón fue un terreno deshabitado, ideal para acampar. Me regodeé en la ilusión de que me deparaban encuentros breves y despedidas indoloras para el resto de mis años, que con suerte serían pocos. A cierta edad, que ya no se mide en años, sino en decepciones, creer en el amor es arar en tierra estéril. 

La primera vez que descubrí que el corazón también adquiere la forma de las imposiciones sociales ya tenía la suficiente humildad para reconocer que lo que tantas veces había creído sentir era una calca del amor romántico en el más conservador de sus mitos. Debajo de las amistades que se confundieron con romance, de las relaciones que pudieron ser cita y media y mutuo ghosting, y del argumento y la metodología de una niña que escuchó demasiado a Shakira, encontré un corazón del que lo único que conocía eran los nombres en etiquetas que le había puesto encima. 

Entonces, el corazón dejó de ser el órgano con el que interpretaba mis afectos y empecé a mirar y palpar el amor con la inocencia de quien está estrenando sentidos, aunque el resto del cuerpo lo tenga lleno de cicatrices. Así, se desvelaron formas que cambiaron la percepción de quién soy y del mundo, y lo que cabía en el corazón se desplegó en una sucesión de futuros posibles que danzan a la par de la persona que me ha llevado a este hallazgo.

En un corazón que perdió sus límites, tengo unos labios hinchados que anuncian el amanecer, el llanto de un perro que pide que le abran la puerta y los besos ásperos que da el gato cuando llega la mañana. Tengo las tardes de café con sus madrugadas de ansiedad, los sueños de un restaurante en el mar, las plantas que no sé cuidar y los floreros que no hemos llenado. 

Entre tanta posesión etérea, a mi corazón ya no le angustian las primeras veces, sino las últimas. El día en que se agote cada cosa que tenemos (y esa fecha es inminente) sabemos, mi corazón y yo, que vamos a volver a viajar con diarrea, a llorar en los semáforos, a arar en tierra estéril y a empezar a secarnos hasta encontrar otra forma que nos contenga y no nos deje arrepentirnos, nunca, de haber rebasado nuestros límites.

5 comentarios sobre “Bitácora de un corazón arado

  1. Wow. Recién te encuentro en Twitter y me ha fascinado tu forma de escribir, tanto que me dan unas ganas enormes de hacerlo, aún sin tener el talento, solo porque si. Un abrazo desde Guadalajara y enormes gracias por compartirte así.

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