La niña de Neptuno

La conocí en una fiesta. Tenía los ojos grandes, pero había cierto aire distante en ellos. La comisura de sus labios estaba especialmente curvada y aunque sonrió ligeramente al entrar, seguía llevando una inmensa C invertida debajo de la nariz. Era una mujer pequeña y eso le daba a su actitud taciturna cierta ternura infantil. Parecía la caricatura de una niñita a la que colorearon con los tonos de un día nublado, una niñita que en vez de llevar un globo y una paleta iba sosteniendo una nube gris y una botella de whiskey.

Se sentó en la esquina de un sillón, acabándose a chorritos su botella y mirando la fiesta con la expresión de quien está frente a la tv y no se ha percatado de que lleva media hora viendo comerciales. En un par de ocasiones alguien trató de charlar con ella; no sé qué se dijeron, pero considerando la velocidad en que las personas se alejaban, sé que les lanzó esa miradilla fría que le descubrí después, ésa que hace cuando no te está escuchando y se fija en ti sólo porque fuiste un disturbio en su silencio, como un teléfono que suena o un traste que cae al piso.

Aun consciente del riesgo de convertirme en un ruido más, me acerqué y le hablé hasta encontrar un tema que parecía interesarle. Cuando le revelé mi apellido, Barco, supe que el mar era algo de lo que estaba dispuesta a hablar y una vez que empezó, sus palabras fluyeron hasta revelarme que había sido mayor desde que era niña. Narraba sus recuerdos con el sosiego de quien lo ha visto todo, mil veces y desde mil mundos. Escucharla era ver a una niña coloreando con polvo estelar.

Desde aquella noche nos seguimos viendo. Con paciencia de navegante he aprendido a descifrarla. Ahora sólo con verla puedo estimar qué tanto alcohol hay en ella. Sé que su párpado derecho se cansa siempre antes del izquierdo y que cuando toma es mucho más locuaz y habla tan rápido que la r y la s no siempre le pueden seguir el paso. También sé que puede beber como pirata, pero si se marea, vomita lo equivalente a lo que bebió toda la flota. Ella, como el mar, es impredecible, un día es una sirena, al siguiente es un huracán y algunas veces, cuando se anega, se convierte en un pantano capaz de hundir a todo el que se acerque.

Hace tiempo, después de que había tomado lo suficiente para volverse traslúcida, le pregunté por qué bebía tanto. Dijo que estaba triste porque extrañaba su planeta. Luego sonrió y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, otra vez se había ido a años luz de distancia. Entonces entendí que la única forma de conocerla, realmente, era averiguar de qué parte de la galaxia venía y, considerando su dipsomanía, supe dónde empezar a rastrearla.

Un día alisté mi nave y pasé muy temprano a su casa. Compramos provisiones y levamos anclas. Como era temprano y sé que las mañanas no son su fuerte, le permití dormir a pierna suelta, así se neutralizaría su mal humor matutino y además me permitiría hacerle más agradable la sorpresa. De vez en cuando despertaba sólo para beber una cerveza, ir al baño o preguntarme nuevamente si faltaba demasiado.

Cuando estábamos por llegar abrió la ventana y ahí estaba al alcance de su vista el perpetuo azul del mar cuando se fusiona con el cielo. El viento obligaba a las palmeras a saludarnos y el sol estaba en lo más alto coronando nuestra visita. La niña de Neptuno brilló como nunca y de la emoción soltó el hilo que sujetaba su nube gris. Su mano, que ahora era libre, se posó en mi nuca y acarició mi cabello.

Nos detuvimos en una tienda y compró cuanta cerveza pudo cargar. Luego nos estacionamos en una playa pública, bajó descalza del coche y corrió hasta el mar a mojarse los pies. Cuando se cansó de jugar a la niña se abalanzó sobre mí y me jaló hacia el agua, la seguí hasta donde rompen las olas y nos besamos; quiso ir más adentro pero la detuve, no me atreví a decirle que soy el único Barco incapaz de flotar. Después nos sentamos sobre la arena y bebimos en silencio.

Si siendo triste bebía mucho, ahora que estaba feliz demostró que podía beber mucho más. También en su planeta era una borracha, pero aquí la bebida no la desbordaba ni la hacía más pesada, más bien fluía dentro suyo, como si ella fuera el canal que conduce a las gotas de alcohol al océano primigenio. Y de cierto modo lo era, pues el baño público costaba y ella gastó en vaciarse casi tanto como en volverse a llenar.

Ahí en su planeta estaba tan liviana, tan azul y tan llena, que me convencí de que esa era su verdadera naturaleza. En el infinito del mar encontraba las piezas que le faltaban, ahí estaban todas sus vidas juntas y ahora, por primera vez, ya no me veía desde otro tiempo, sino desde el presente eterno del agua. De repente, se levantó y se dirigió al coche sin decir palabra. No la seguí. Por experiencia sabía que cuando tiene esos arrebatos ir tras ella es como ofrecerle un paraguas a una tormenta.

Cuando regresó traía consigo un papel y una botella vacía que había dejado días atrás en mi coche. Con seriedad me anunció que me había escrito una carta, pero cuando quise tomarla se alejó, “no, no es para ti, sino para tu yo del futuro”. dijo mientras enrollaba el papel y lo metía en la botella. Le reclamé por haberme hecho creer que me entregaría algo que no pensaba darme.

Me abrazó y me explicó que no era para mí, ahora, sino para la persona que sería cuando encontrara su carta. “Allí te digo cómo volverme a encontrar si nos perdemos la pista en los próximos diez mil años… Confía en mí, ésta es una costumbre neptuniana.” Luego encorchó la botella, se metió al mar hasta las rodillas y la lanzó tan lejos como pudo, cinco metros de distancia que parecieron siglos.

Me sentía decepcionado, pero al mismo tiempo me embriagó una sensación heroica. Un mensaje para mí estaba flotando en la inmensidad del tiempo y comprendí que yo, que no sé nadar, había llegado más lejos en su mar que cualquier otro terrícola.

La tarde cayó y volvimos a la ciudad. Conforme nos alejábamos de Neptuno, la vi opacarse y comprobé que su nostalgia seguía intacta. Nunca la he vuelto a ver brillar como ese día, pero a veces, cuando su mano se distrae y se olvida de sujetar su nube gris, me acaricia como sólo una neptuniana podría hacerlo.

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