La relación de uno mismo con la gravedad depende únicamente de sus recursos y reflejos
Con excepción de los futbolistas, a nadie le gusta caerse. Las caídas son indeseables, vergonzosas y potencialmente dolorosas. Sin embargo, resbalarse con una cáscara de aguacate o tropezarse con el propio pie son pequeños deslices de estupidez que, mientras no ocurran en la azotea de un edificio de quince pisos, no representan un riesgo para la integridad o la vida de quien se cae; por el contrario, en caídas bobas como éstas se pueden encontrar al menos cuatro aspectos positivos que en la mayoría de los casos pasan inadvertidos entre los moretones y la risa de los testigos:
- La adrenalina: Tras algún tropiezo, palabra que no por casualidad se parece a torpeza, se siente como si la superficie en la que uno anda perdiera la firmeza, y ese aparente cambio de estado irremediablemente conducirá al torpe en cuestión al suelo. Este momento en el que uno está por caer es muy similar a cuando se llega a lo más alto de la montaña rusa: el estómago se llena de mariposas, pero no de esas bonitas y coloridas como las que revolotean en la barriga de los enamorados, sino de insectos grises a los que alguien les acaba de rociar insecticida. Después, la sangre se traslada a las extremidades, y el estómago, y otras partes del cuerpo, se fruncen. Por un momento inferior a una milésima de segundo, se siente el vacío. Si esta sensación fuese del todo desagradable, la gente no pagaría por entrar a los parques de diversiones, y a su vez, éstos ameritarían otro apelativo como Parque de mareos, angustias y sufrimiento. La principal diferencia entre caer de una montaña rusa y hacerlo en la calle es que en los juegos mecánicos uno tiene la certeza de que no habrá de tocar el suelo, mientras que en las caídas espontáneas la relación de uno mismo con la gravedad depende únicamente de sus recursos y reflejos. Así, uno puede aterrizar con la agilidad de un gato o puede caer con la gracia y elegancia de un costal de papas.
- La perspectiva : Generalmente pasamos la mayor parte del día viendo desde el limitado campo visual de la propia altura, ignorando así todo lo que hay de las narices hacia abajo; pero en ese momento que se forma entre haber caído y levantarse se pueden apreciar otros elementos del mundo. Desde allí se vuelve perceptible la textura del suelo, las llantas de los autos, las agujetas de los transeúntes, los chicles pegados debajo de la mesa. Además, si se cae de espaldas se puede apreciar la magnitud del cielo o incluso las figuras que se forman en el techo. Quedarse tirado es adoptar la perspectiva de las criaturas rastreras, lo cual representa la oportunidad de ver desde otro ángulo diferente al que se tiene cuando se está acostumbrado a mirar de arriba hacia abajo.
- La levantada: Tras el impacto y el respectivo dolor, el primer anhelo del caído es ponerse de pie. A veces esto se puede hacer inmediatamente, como las personas que se levantan y sin inmutarse siguen caminando hacia su destino o hacia un lugar más privado donde llorar y sobarse. Los que no se paran enseguida, aprovechan para reflexionar, recuperar el aliento y escudriñar sus golpes. Se toman su tiempo hasta que las fuerzas les regresen al cuerpo o si la caída fue muy fea, aguardan pacientes hasta que otro les eche una mano. Incluso si uno ya no se puede mover, es probable que un amable camillero esté dispuesto a hacernos el favor de levantarnos. La cuestión es que todos, tarde o temprano, encontramos la fuerza para ponernos en pie, y en el insólito caso de que uno se quede tendido para siempre, entonces ya no tendría por qué preocuparse por asuntos mundanos como las caídas.
- La anécdota: Es trillado asegurar que toda caída deja un aprendizaje, de hecho, hay más de alguno que vuelve al mismo camino y busca la misma piedra. Lo que no se cuestiona es que cada caída deja una anécdota; cuando el dolor, el moretón y la pena dejan de punzar, uno puede recordarla hasta que con el tiempo llega a volverse parte de los momentos que le dan forma a uno mismo.
Las personas se caen y se levantan constantemente y nada de extraordinario hay en ello, porque la vida ocurre en ese espacio entre el arriba y el abajo, entre el andar y el azotar. Caer es algo cotidiano, por eso no hay que agobiarse en exceso por evitarlo, pues incluso si uno se esforzara por quedarse quietecito puede ocurrir que el techo sea lo que nos caiga encima, y entonces sí la cosa terminaría siendo verdaderamente grave.