Platicamos hasta que el sueño fue más fuerte que lo que nos queríamos decir. Estábamos acostadas en una cama individual, apenas podíamos movernos sin que nuestros cuerpos se encontraran. Nuestras manos se tocaron, por accidente, se reconocieron con timidez, un contacto de segundos que se abstrajeron del tiempo. Nos soltamos antes de que se hiciera nombrable lo que estábamos sintiendo. Sólo éramos dos amigas que en un viaje tuvieron que compartir una cama, una situación tan cotidiana que sería irrelevante, de no ser por la claridad con que lo recuerdo.
Desde entonces pasaron casi 10 años, tal vez nunca hubiera hablado de esto de no ser porque otra de mis amigas platicó, en la peda, una situación rara con su mejor amiga. No supo explicar qué fue, pero sabe y siente que había algo entre ellas, una conexión que rebasaba la empatía, que creció hasta el descontrol y terminó por detonar en un beso que se extinguió poquito antes que su amistad. No volvieron a tratarse del mismo modo.
Ella, yo y otras de mis amigas hemos descrito algo similar, una atracción inasible e inefable que se sostiene lo suficiente para que dos personas del mismo sexo puedan percibirla y decidir qué hacer con ella; en la mayoría de los casos, nos mantenemos en sus linderos, la estiramos lo suficiente para sentir la presencia del otro sin arriesgarnos a hacer ese movimiento que podría hacer que la homotensión reviente.
También los hombres son vulnerables a la homotensión, sin embargo, entre ellos se censura aún más el contacto físico, lo que los obliga a explorar su curiosidad de maneras torpes y brutas, por ejemplo, esos abrazos toscos por la espalda que terminan en repegón, las nalgaditas típica de los jugadores de fútbol o los “te quiero mucho” encostrados que se aflojan con alcohol. Detrás de dos hombres aventándose, lo que hay son ganas reprimidas de tocarse.
Habrá quien diga que estoy dándole una lectura torcida a la interacción entre personas del mismo sexo, que las mujeres son cariñosas por la naturaleza y los hombres rudos y fuertes porque así lo quiso Dios; que la homotensión sólo existe para los torcidos y desviados y que el cuerpo de un heterosexual consumado jamás sentiría una emoción similar. Que en la vida sólo hay dos opciones, estar bien o estar del otro lado.
Sin embargo, estos argumentos bordean una premisa irrefutable: a uno sólo le gusta lo que conoce, jamás podremos saber con certeza cómo reaccionará nuestro cuerpo ante lo que no hemos experimentado. Entonces, quizá la diferencia principal entre heterosexuales, homosexuales, bisexuales y demás forzados intentos por categorizar los gustos humanos, no radica en quién nos atrae o con quién nos acostamos, sino cuánta sensibilidad tenemos para reconocer lo que estamos sintiendo y cuánto valor nos falta para desafiar lo que nos dijeron que deberíamos sentir.
Hermoso texto e ilustración,
¿Tienes más textos similares?
Saludos.
Me gustaMe gusta
Hola 🙂 Muchas gracias. Exactamente sobre el tema de la homosexualidad no he hecho más textos, pero podrían gustarte otras entradas como «Rinoceronte en cristalería» y «Labrapugs», que tienen tonos similares y también son colaboraciones con ilustradores.
Me gustaMe gusta