Dos semanas sin prender mi lap y ya no recuerdo cómo se distribuye el teclado. Me siento entumecida de los dedos y el pensamiento, se ha empobrecido tanto mi condición de escritora que apenas (con y sin espacio) llegué a este párrafo.
La fluidez del lenguaje se atrofia con el sedentarismo. Hay que ejercitar la lengua todos los días, si no, ya no alcanza los lugares a los que acostumbraba llegar y cae en el vicio de materializarse siempre con la misma fórmula.
La lengua también se atrofia por el exceso, por la repetición de movimientos que de tanto andar sobre si mismos se mecanizan. Senderos que se convierten en zanjas y ya no nos permiten nombrar lo que hay más allá de sus límites. Los textos llegan a su fin a punta de martillazos; cuando en otro tiempo, antes del trabajo en serie, su único fin era deslizarse sobre sí mismos.
Pero en ese entonces los problemas eran otros, por ejemplo, la falta de inspiración o sus excesos. La urgencia sobre la técnica, la ingenuidad sobre la experiencia, la arrogancia sobre la disciplina. El miedo a los gajes del oficio, aunque eso implicara carecer de oficio alguno.
Con un pie en el deseo y otro en la obligación, la solución más lógica parece seguir andando. Aprender a llevar ambos ritmos a la forma de la danza, donde ya no se nota -ni importa- de qué lado surgió cada paso. Escribir, de lo que sea; escribir sólo para decirse a uno mismo que eso es lo que sigue haciendo.