coger es otra manera de andar la realidad, de saberse vivo o mejor dicho, de sexistir.
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Diez. Ése era el número que cierto estudio sugería como el “ideal” de parejas sexuales en la vida. ¡Diez! como la edad en que los niños de hoy inician su vida sexual y diez como el número de veces que algunos matrimonios cogen al año. El único contexto en que diez se antoja como un número deseable es en la escuela y sólo si uno es de veras ñoño.
Inconforme con ese dato, llevé el tema a gente desinhibida, ociosa y dispuesta a conversar sobre su vida sexual; o sea, mis amigos cualquier viernes. Sólo para aclarar de dónde vienen las opiniones que se tratarán en las siguientes líneas, basta decir que fueron emitidas por personas entre los 23 y 30 años con estudios universitarios, ambos géneros y variada orientación sexual y situación sentimental.
Primero les pregunté cuántas parejas les parecían demasiadas. Curiosamente -y por curioso quiero decir producto de milenios de machismo- cuando los hombres se medían a sí mismos no eran capaces de precisar una cifra que pareciera suficiente, pero si se trataba de cuántas parejas son demasiadas para una mujer, las respuestas oscilaban entre diez y treinta. Aquellos a quienes les parecía justo para su persona rebasar la veintena, decían que para una mujer, quince, incluso diez, ya era algo sexcesivo.
Aprovechando que el debate anterior había debilitado las inhibiciones -y también algunas amistades– les pregunté a mis amigos por el número de parejas que hasta entonces habían tenido. Las cifras iban desde el 1 ½ de cierta persona que jura que se arrepintió antes de llegar a dos, hasta el que afirma que perdió la cuenta después de las trescientas, aunque cualquiera podría sospechar que está sexagerando.
¿A qué se debe esto? ¿Por qué hay quienes tienen un historial nutrido y sextenso mientras que hay otros que el único nombre en su lista es el que aparece junto al suyo en su acta de matrimonio? Para los más sextrovertidos no hay motivo para poner al sexo en un pedestal porque cualquier motivo es bueno para ponerle: gusto, ocio, revancha, alcohol, curiosidad, ejercicio, reconciliación, intercambio de bienes y servicios (y si alguien quiere saber otras cuarenta, le sugiero ver “The naked man” How I met your mother 4×9).
Como todo lo que constituye el mundo, el sexo está hecho de sonidos, sabores, ritmos, formas, texturas y sexturas; por lo que coger es otra manera de andar la realidad, de saberse vivo o, mejor dicho, de sexistir. Es la oportunidad de descubrirse a través de otros y al revés, -o volteados, o de ladito… – Y es que en una sociedad basada en las apariencias, echarse un polvo también es echar abajo las máscaras -al menos las que uno lleva en la ropa- para conocer de manera profunda a quien nos prestó un momento de su piel. Sin importar qué tan falsos podamos ser, la desnudez, los jadeos y el sudor son las formas más primitivas de la honestidad.
Hacerlo así, sin muchos trámites, sin forzar las palabras bonitas, sin rosas -pero con rosones-, es tan común como natural pero, ¿qué pasa cuando a uno no le interesa llegar a ese grado de intimidad con cualquiera? Es decir, ¿qué hacer si las relaciones sexuales no son sólo un evento físico, sino el despertar de una experiencia intangible a la que no sólo parece lógico, sino necesario reservarse el derecho de admisión?
Si coger es placentero, imagínate coger de la mano a quién amas y llevarlo al hotel. Para muchos, el sexo va más allá de qué tan atractiva sea la potencial pareja o qué tan bueno pueda ser su desempeño sexual porque, si su presencia no nos despierta algún tipo de sentimiento -palabra que tiene mucho que ver con sentir-, hasta el más sexy puede producir inapetencia. Se trata crear una conexión, una forma en la que dos personas se unen en cuerpo, en acto y, si todo sale bien, en un estado de consciencia que rebasa la piel de los sintientes y los arroja en una dimensión que trasciende la materia; y aquello, descrito así, no parece que sea sólo cuestión de mezclar fluidos, sino energía. Si es tu espíritu lo que está abierto, parece lógico ponerse un poquito sexigente respecto a quién dejamos entrar a nuestro espacio vital.
Ya sea que a unos les guste el encuentro casual y a otros la sexclusividad; que haya quienes prefieran lo místico-mágico-espiritual y los que creen alcanzar Nirvana con quien le pongan enfrente; casi todos los presentes coincidimos en que el sexo es parte de la vida. Sin embargo, digo casi porque entre nosotros había cierto individuo que, créalo o no, decidió optar por la castidad sencillamente porque perdió el interés en el sexo. A la fecha, lleva tres años fuera de circulación, lo cual podría considerarse como regresar a la virginidad por la vía de la cicatrización. Dice que oportunidades ha tenido, pero ninguna que le merezca el esfuerzo de romper su apacible abstinencia. Ser neovirgen en una cultura hipersexualizada podría considerarse la forma contemporánea de la revolución sexual.
Esta criatura sexcluida es la viva muestra de que en asuntos de la carne uno puede elegir el número que más le convenga, incluso el cero. Para que uno se sienta sextraordinario no hace falta coger mil veces o con mil personas, sino hacer con satisfacción lo que sea que a cada quien lo lleve al éxtasis. Por su puesto, después de hondear en las intimidades de la gente, tarde o temprano, me hicieron la pregunta: Y tú… ¿cuántas llevas?, y lo único que pude decir es que, para mí, ha sido la cantidad sexacta.
Fotografías: Isaac Sánchez (Photo Mandala)